Lo primero que recuerda es la recompensa.
Uno de los principales jerarcas del nazismo vivió un tiempo en la periferia de la ciudad, prófugo de la justicia internacional. Trabajó como criador de conejos y cultivando el anonimato como quien profesa una vida que le fue prestada.
Lo primero que recuerda es la recompensa.
-Pero eso fue después –aclara-, cuando él ya se había ido. Eran rumores. Decían que todavía estaba acá, escondido, y que pagaban una recompensa al que lo atrapara. Me acuerdo bien. Mi hermano Ismael, que era más grande, iba siempre para esos lados. Iban varios; todos chicos del pueblo, el piberío. La granja del asesino de judíos, así le decíamos.
Norma Matías nació en Gorina en 1945 y tenía diez años cuando el asesino de judíos comenzó a trabajar en una granja de la zona. Pero para entonces nadie le decía así y en el pueblo muy pocos lo trataban.
Un motociclista sufrió graves heridas a raíz de un brutal accidente de tránsito en 140 y 492. Fue trasladado al Hospital de Gonnet y su vida corre peligro.
-Casi segura que estaba al otro lado de las vías –arriesga-. No había muchas granjas así: tenía conejos. Un montón. De los conejos me acuerdo perfecto.
A comienzos del 55, unos siete años antes de que fuera condenado a la horca en Tel Aviv, el criminal de guerra nazi Otto Adolf Eichmann –ideólogo de la llamada “solución final”- se ocultaba en Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement y pasaba sus días en Buenos Aires de fracaso en fracaso. De su estadía en el país, con el tiempo, se supo que trabajó en el norte, que escribió una carta con la idea de volver a Alemania y que fue, en sus últimos años, un empleado de la Mercedes Benz. Incluso su captura adquirió el célebre nombre de “Operación Garibaldi”. Lo que nunca se conoció del todo, y se mantuvo como una película velada por la historia, fue su época en la periferia de La Plata, trabajando como criador de conejos y cultivando el anonimato como quien profesa una vida que le fue prestada.
Había llegado en 1950 y, desde hacía poco más de dos años, lo acompañaban su esposa Vera –aquí Verónica- y sus tres hijos: Klaus, Horst y Dieter. Venían de vivir en Tucumán tras el quiebre de la compañía CAPRI –una empresa de proyectos hidroeléctricos fundada por el adepto al nazismo Horts Carlos Fuldner- y alquilaban barato un piso amueblado de la zona de Olivos, en la calle Chacabuco, donde de las puertas para afuera Klement no era el padre de nadie sino el tío Ricardo.
Aunque era conocido entre la comunidad nazi del país y en Tucumán ya había alardeado de sus horrores ante algunos compatriotas –incluso se dejó fotografiar por su compañero en la CAPRI Gerhard Klammer, quien lo terminaría denunciando años después ante las autoridades alemanas-, en Buenos Aires estaba al tanto de la búsqueda que llevaba el cazanazis Simón Wiesenthal al otro lado del mundo y prefería cultivar el perfil bajo.
O el perfil bajo, como creen algunos, prefería cultivarlo a él.
Sea cual sea la razón, lo cierto es que era una vida pobre y anónima la que le tocaba llevar, muy alejada del bienestar y el lujo que disfrutaban en ese período otros nazis radicados en el país. En los últimos meses, tras volver de Tucumán, el responsable de muertes a escala industrial y viejo fanático de las teorías raciales había probado varios negocios y en todos había fracasado: la venta de jugos de fruta, el arreglo de calefones y motores de auto y hasta el lavado de ropa en una tintorería que abrió con los últimos ahorros que le quedaban.
Además de Fuldner, quien lo había contratado en la CAPRI, otro de los compatriotas que solían apadrinarle la clandestinidad y ayudarlo para que no cayera en la miseria era su kamaraden Franz, un antiguo militar condecorado con la Cruz de Hierro y conocido en estas tierras, luego de fugarse de Europa, como el auténtico custodio del oro nazi llegado al país.
Su nombre completo era Franz Wilhelm Pfeiffer y, confiado de la indulgencia con la que la administración de Konrad Adenauer trataba a los nazis, estaba empecinado en volver a su Alemania natal –donde moriría en 1994- y necesitaba alguien de confianza que le manejara su nuevo emprendimiento: un criadero de conejos de angora en Joaquín Gorina, un pueblo desconocido y rural cercano a La Plata.
El periodista y escritor Álvaro Abós, autor -entre otros títulos- de Eichmann en Argentina, confirma que esta etapa fue la menos conocida en la estadía del nazi en el país. “Las huellas dejadas por Eichmann en este periplo son tenues –dice Abós-. Estaba realmente hundido en el anonimato de la urbe. La pobreza es anónima. Ese fue el hallazgo de Adolf Eichmann y su aporte al arte de pasar inadvertido y eludir a los captores: la clave del éxito para un perseguido que quiere desaparecer no es la distancia, sino la invisibilidad”.
Las tierras donde Pfeiffer tenía montado el criadero las compartía con otro alemán que, según las versiones, había hecho una fortuna con la industria de las griferías en el país y ahora también soñaba con volver a su patria.
Para Eichmann, que estaba cerca de los cincuenta y arrastraba un largo rosario de fracasos, era una oportunidad casi imposible de rechazar. Lo suyo no era cruzar el océano –al menos por ahora- sino perderse tierra adentro hasta hacerse indetectable. El trabajo imponía pasar toda la semana lejos de casa pero la paga lo valía: 4.500 pesos al mes, el equivalente a mil marcos alemanes de la época y bastante más de lo que había sacado como vendedor de jugos o tintorero.
Llegado marzo, luego de coincidir con su esposa en que sería seguro y, dadas las penurias económicas, lo más conveniente, comenzó a trabajar de granjero en Gorina y se hizo así –al menos también por ahora- un poco más invisible.
De aquellos días donde el Provincial surcaba la llanura, estruendoso y reluciente, aún hoy algunos vecinos atesoran el sonido de la locomotora y su legendario paso como un recuerdo de los buenos tiempos.
Norma Matías solía visitar la vieja estación y jugar con el piberío de entonces cuando Eichmann era uno de los tantos granjeros que vivían a pocas cuadras de su casa, pero recién lo supo con el tiempo, ya de grande, en días en que la historia de la recompensa flotaba como anécdota de su infancia y el destino final del ex jerarca nazi era una noticia que ya recorría el mundo.
Antes de saberlo, en el año 1956, los pocos negocios que funcionaban cerca de su casa eran el almacén y bar de Castillo y la despensa de Ouviña, cerca de la Sociedad de Fomento. Las tardes eran tranquilas y las noches transcurrían a la luz de la vela porque la baja tensión apenas alcanzaba para la heladera o un ventilador. Las quintas y los invernaderos, cerca de las vías, fluctuaban en una planicie de horizonte abismal y, si uno miraba hacia el sur, en dirección a la ciudad, podía verse con claridad el techo puntiagudo y lejano de la Catedral de La Plata.
-Nadie iba a imaginar que el nazi se podía esconder acá –cuenta ella-. La mayoría de los quinteros eran inmigrantes así que a nadie debió llamarle la atención.
Era un trabajo que conocía de sus días en el brezal de Luneburgo, a fines del 48, cuando se hacía llamar Otto Henninger y simulaba ser un simple campesino de esos bosques del norte de Alemania. También, lo podía considerar, era una forma de cumplir el viejo deseo de dedicarse de una vez y para siempre a la agricultura, aunque esa idea –comentada más de una vez a sus camaradas en Polonia- incluía vivir en la mítica Bohemia, cerca del río Elba, y no en un pueblo perdido de la pampa argentina.
Gorina era entonces un páramo de calles de tierra y ripio al que muy pocos conocían y cuyo único transporte público era el Ferrocarril Provincial. Las casas tenían terrenos sin alambrar y convivían entre gallineros y sembrados que figuraban infinitos. Las arboledas del tamaño de plesiosaurios, crecidas como islas verdes entre la llanura y sus quintas, no eran tan distintas a los enebros boscosos de su lejana Alemania, en la Baja Sajonia, y de algún modo, también lo podía considerar el ex SS, ayudaban a que los rastros de su vida en estas tierras fuesen aún más secretos y recónditos que en aquel paraje remoto de la ciudad de Bergen.
Cada lunes cumplía la rutina de viajar bien temprano desde la estación Bartolomé Mitre hasta Avellaneda y, desde ahí, siempre con sus lentes pantos y un andar desapercibido, subirse al Ferrocarril Provincial que lo dejaba antes del mediodía en la estación de trenes de Joaquín Gorina. Era un viaje de menos de una hora que repetía a la inversa los viernes al final de la tarde, cuando cerraba “la estancia”, como le decía al criadero, y volvía a su casa de la calle Chacabuco a pasar los fines de semana en familia.
Para su estadía en el pueblo eligió llevarse su violín de las tardes y una edición en español de Breviario del odio, del historiador francés León Poliakov y publicada en Buenos Aires por el sello Stilcograf el año anterior. Al primero solía arrancarle melodías gitanas o sonatas de Schubert y al segundo lo subrayaba con el rencor y la vileza que le despertaban las recientes denuncias contra el nazismo.
Unas diez cuadras separaban la estación de trenes del criadero de conejos y las recorría siempre bordeando la vía, en dirección norte y por el camino zanjeado que en esos años corría paralelo al ramal.
No era tan exagerado que lo llamara “la estancia”: eran tres hectáreas cuyo interminable camino de entrada, al pasar los corrales y las conejeras que se levantaban a un costado, daba a un monte de fresnos y a una casa de tejas que desde la tranquera apenas se veía. Aunque nadie le dijera así ni tuviese palmeras que la identificaran, figuraba en los papeles con el nombre de “Siete Palmas” y, además de un silo pequeño y de unos pocos caballos que pastaban sueltos, tenía un horno de ladrillo, un corral con cobertizo donde ponían huevos cerca de cinco mil gallinas y, en los jaulones de alambre que flanqueaban el camino principal, apretujados como en una alfombra de peluche, un millar de lanudos conejos de angora.
Los beneficios de esos animalitos blancos eran bien conocidos por el antiguo criminal. Más de una vez, en tiempos de guerra, había oído del propio Heinrich Himmler las historias sobre el Proyecto Angora, un programa mediante el cual el ya muerto reichsführer mandó a levantar criaderos de esa especie junto a los campos de exterminio con el propósito de obtener lana y hacer ropa de abrigo para el ejército alemán. Ahora, le habían aclarado, no era la industria peletera el fuerte de los conejos –cuya carne también se utilizaba- sino la inagotable cantidad de excrementos que producían y que eran vendidos como abono para los cítricos del país.
Acaso no tan distinta a la vida rural de Altensalzkoth, en la Baja Sajonia, aquí su rutina iba de aprender a realizar la esquila –que se hacía unas cuatro veces al año- a cumplir con la tarea cotidiana de alimentar animales, limpiar las jaulas y juntar su excremento con la ayuda de peones que lo acompañaban por las tardes. Si alguna vez se había ufanado de planificar y de supervisar en persona el transporte de millones de seres humanos a través de ferrocarriles cuyo destino era la muerte, ahora el ex teniente coronel tenía bajo su dominio un campo donde las únicas muertes programadas eran las de las gallinas y los conejos que lo escuchaban tocar el violín.
La filósofa y escritora alemana Bettina Stangneth, reconocida por su obra sobre el antisemitismo, habla de esos días en Joaquín Gorina como una etapa bastante ignorada para los investigadores pero, sustentada en los documentos de la época, advierte sin embargo que fue allí donde el criminal de guerra nazi realizó de manera planificada y casi obsesiva una tarea que nada tenía que ver con la de un criador de conejos.
En Gorina, revela Stangneth, el verdadero trabajo de Eichmann estaba de noche y a la vista de nadie.
-Los conejos siguieron –recuerda Norma-. El tipo ya se había ido pero quedaron los peones y los conejos. No sé cuánto tiempo habrá sido, pero estuvieron años.
La memoria viaja hasta esas tardes en que la granja era fuente de todo tipo de habladurías y su hermano mayor, Ismael, la frecuentaba con la secreta ilusión de una recompensa. Es un recuerdo impregnado de infancia y aventura al que se le escapan los detalles.
-Más de grande ya dejé de ir y le perdí el rastro –dice-, pero el que debe saber es Orlando, estoy segura. Orlando vino años después, cuando al tipo lo agarraron, pero él trabajó en las quintas y conoció bien ese criadero. Estoy segura que él sabe.
En la rigurosa y monumental investigación Eichmann, un asesino de masas, donde se revela entre otras cosas que el ex SS mantenía viva la ilusión antes de su captura de volver al centro de la política, la autora alemana Bettina Stangneth detalla brevemente el paso del antiguo funcionario del Reich por el criadero “Siete Palmas” de Joaquín Gorina y aporta un dato que hasta ese entonces había sido ignorado: fue allí, entre la espera y el nacimiento de su cuarto hijo, donde decidió que saldría del anonimato para contarle al mundo su verdad.
El escrito más conocido de esos tiempos es la carta al entonces canciller Konrad Adenauer. Entre las razones puntuales que lo impulsaron a escribirla, la investigadora menciona el nacimiento reciente de su hijo –acompañado por el temor invernal de un embarazo a los cuarenta y seis años de su mujer- y el dolor visceral por tener que anotarlo como hijo ilegítimo de ella, pero incluye además en esa decisión –y lo hace basada en las propias anotaciones de Eichmann- la repulsión que le daba al ex SS lo que leía durante sus noches en la granja, a la luz de la vela o con las lámparas de querosene que tenía en la pieza de trabajo.
En ese tiempo ya circulaban las primeras publicaciones sobre el exterminio de judíos, gitanos y disidentes y a todas las devoraba como fuente de inspiración para lo que pretendía desmentir y objetar. Al texto de Poliakov lo catalogaba como “literatura enemiga” pero no dejaba de leerlo ni de subrayarlo con odio. Tomaba notas en apuntes sueltos con el título de Allgemeinheiten (Generalidades) y escribía su versión de los hechos con el sueño cada vez más creciente y fantasioso de volver a Alemania como un ex militar.
Con la idea de publicarla en la editorial Dürer -montada por los partidarios del nacionalsocialismo Willem Sassen y Eberhard Fritsch-, la carta a Adenauer fue escrita unos meses después de que naciera su hijo y, de acuerdo a las especulaciones, enviada en 1956 desde la estafeta postal de la estación de Gorina. "Es hora de renunciar a mi anonimato y presentarme. Nombre: Adolf Otto Eichmann. Ocupación: SS Obersturmbannfuhrer a.D (teniente coronel)", encabezó el escrito.
Sin culpa ni remordimientos, acaso con la misma serenidad y flema que ostentaba en sus recorridas ante las fosas de cadáveres, el antiguo señor de las deportaciones se había propuesto presentarse no como el monstruo que decían los libros que era sino, tal cual lo repitió durante su juicio en Israel, como una pieza bélica obediente en el engranaje de la guerra. “Separado de su familia –precisa Stangneth-, tenía tiempo durante la semana para leer los libros que denunciaban sus actos y los objetivos de su vida y condenaban lo que él, ahora como antes, concebía como el logro de su vida”.
Más allá de la interpretación que hacía de sus lecturas, lo que sorprende de su época en la granja es la cantidad de material que escribió tanto con rigurosidad fechada como bajo una lógica caótica. No sólo fue la carta o los apuntes sueltos de sus Generalidades; también un manuscrito de ciento siete páginas titulado Dier anderen sprachen, jetzt will ich sprechen (Los otros hablaron, ahora quiero hablar yo), ensayos desordenados y corregidos con letra de hormiga; comentarios de libros, más de ciento cincuenta notas dedicadas a política internacional lo mismo que a la preocupación que le causaba el nivel educativo de sus hijos alemanes –en ese entonces de entre diecinueve y trece años- y hasta una novela de doscientas setenta páginas llamada Román Tucumán dedicada a su familia.
Eran noches de escritura febril y tardes donde, por más empeño que le pusiese al optimismo, su deseo de ser oído parecía imposible ante el silencio pampero del campo y sus demandantes conejos.
Por disparatado o cínico que pueda parecer, Eichmann intuía poco a poco que si quería dar a conocer su versión de la historia no lo haría al frente de esos corrales sino en la capital federal, cerca de los círculos políticos que, según creía y le aseguraba a su mujer, estaban ávidos por escuchar de primera mano lo que tenía para decir.
Cuando la rutina de juntar excrementos y limpiar los jaulones ya le resultaba un suplicio, a fines del 56, la idea de abandonar la vida de granjero cobró aún más fuerza ni bien los supuestos periodistas Sassen y Fritsch –el primero escribía en Reichsruf (El llamado del Reich) y el otro publicaba en Buenos Aires la revista de extrema derecha Der Weg- le dijeron que querían escucharlo y editarle sus escritos. “Eichmann ubica la fecha de comienzo de sus apuntes en la época en que vivía ‘en la estancia’, es decir, a partir de marzo de 1955 –precisa Stangneth-. En los manuscritos, en la última parte del texto de ciento siete páginas, se encuentra una clara referencia a la crisis de Suez, de modo que sabemos que por lo menos las últimas tres páginas fueron escritas en octubre/noviembre de 1956”.
A diferencia de los emprendimientos anteriores, coronados todos por el fracaso, el ex teniente coronel de las SS podía ver en aquella temporada rural y en ese disfraz de cuidador de pollos y conejos una tarea que merecía también quedar asentada. Lo hizo al final en una de las tantas conversaciones grabadas con Sassen, ya en 1957, donde precisó que su estancia en Gorina le había permitido completar “una obra” que ahora, como respuesta a “todas las mentiras” que se decían de él, pretendía publicar.
Los libros, es sabido, jamás se publicaron. Y de las charlas de Eichmann con Sassen, también se sabe, aún quedan las cintas magnetofónicas en las que el criminal de guerra nazi –entre otras aberraciones discursivas- llegó a jactarse de que sus víctimas debieran contarse de a millones.
De aquellos días, por otra parte, la historia no reserva detalles sobre su vida amorosa o alguna relación eventual. La fama de mujeriego que se le suele atribuir en las biografías –sobre todo en la etapa como leñador en la Baja Sajonia, alejado por completo de su familia- también es puesta bajo la lupa en la minuciosa investigación de Stangneth, quien lo retrata como un hombre reservado al que podían no molestarle las bromas sobre los campos de exterminio pero al que le desagradaban por completo las charlas soeces o la mera idea de sugerir algo sobre su vida personal.
Sean los manuscritos finalizados pero también los interminables e ininteligibles apuntes que dejó inconclusos, el llamado “material de la granja”, al decir de Stangneth, representa una prueba acaso más ignorada y compleja que las mil páginas de transcripción de las famosas Entrevistas Sassen. Hasta ahora lo único vedado es la novela de Tucumán, conservada por su familia y en la que, según lo declarado durante el juicio en Israel, habría pretendido dejarle un mensaje a las “generaciones futuras”.
De las maratónicas noches de escritura, se supone, nunca dijo nada y para los peones y esquiladores que cada tanto lo frecuentaban no era otro que el cuidador de la granja de conejos. Con el tiempo, sin embargo, cuando se supo la verdad, los conejos continuaron dando lana pero a su antiguo cuidador ya le decían “el asesino de judíos”.
En Gorina, aún hoy, unos pocos recuerdan la historia y pueden ubicar el lugar exacto donde ocurrió.
Orlando, como dice Norma, es uno de ellos.
Tiene setenta y tres años y pinta de chamán vivaz. Llegó de Santiago del Estero en el 65, en tiempos en que el criadero ya no pertenecía a una familia de origen alemán ni se llamaba “Siete Palmas” pero aún mantenía caballos, ovejas y conejos.
-Funcionó hasta pasados los noventa –recuerda Orlando Reyes, y mira alrededor con cierto regocijo, como si viera algo que nadie ve-. La propiedad ya tenía otro dueño pero acá siempre se comentaba lo del nazi. En el pueblo lo sabían todos.
Son las tres de la tarde de un miércoles y del criadero sólo queda el alambre entretejido y sin uso de las viejas conejeras, a un costado del camino de entrada. La tranquera que marca el ingreso al campo se levanta al otro lado de las antiguas vías del Provincial, a casi una cuadra de distancia y no tan lejos de los barrios privados que crecieron en la periferia de Gorina e hicieron del lugar algo que nada tiene que ver con el pueblo que alguna vez fue. La dirección exacta, por pedido de sus dueños actuales, aquí no será dicha: temen que el lugar pueda derivar en una suerte de santuario o imán para neonazis y eventuales curiosos.
A esa hora el sol pega fuerte pero Orlando tiene el cuerpo acostumbrado. Son años de trabajar de parquero y de ir y venir por esas tierras como si hubiese nacido con ellas. Guía el recorrido y sonríe. Señala lugares. De un lado del camino, donde antes había jaulones y animales, ahora se alzan pilones de leña y una construcción que parece una dependencia de oficinas. Del otro lado, hacia el oeste, el horizonte recobra soledad y figura una postal de belleza pretérita. Más allá asoma un chalet escondido en medio del monte.
-Esa es la casa nueva –apunta él, sin variar el aire alegre-. Ni existía en aquel tiempo. La casita donde vivía el nazi estaba allá, debajo de esos árboles.
“Allá”, donde señala Orlando, es una construcción pequeña que de sus orígenes sólo conserva la puerta de madera. Lo otro que perdura es el horno de ladrillo, algo fantasmal entre la arboleda. El resto fue modificado o tirado abajo. Y de lo que se demolió, a unos pocos metros, aún queda un montículo formado por plásticos y fragmentos de antenas recientes pero también, como en una mezcla de tiempos y desechos, por pedazos de mampostería original, hierros, escombros y partes indescifrables de algún mueble viejo.
-La demolieron hará unos veinte años –dice-, cuando terminaron de construir la vivienda actual. Todos la conocían como la casa del nazi.
Una de las últimas personas que vivió en esa casa -hoy reconvertida o hecha ruinas, según el sector- es Ana Julia, quien llegó a Gorina hace veintidós años y era una nena cuando su padre decidió al fin tirarla abajo.
-Le dijeron que había malas energías en el lugar –recuerda ella, algo risueña y con la memoria fresca-. El Brujo Manuel, el que era el curandero de la zona, vino hasta nuestra casa y le contó a mi papá lo que en realidad ya sabía todo Gorina: lo del nazi.
Ana Julia está parada frente al montículo de escombros que formaron parte de la vieja morada y cuenta la historia como lo que es: una historia de su infancia.
-Ahí vivimos con mi familia mientras se construía nuestra casa –recuerda-. Fue un tiempo. No era grande pero estaba bien; era cómoda. Tenía dos cuartos y una cocinita comedor, muy sencilla. Con el tiempo, ya en la nueva casa, mi papá me contó que en ese lugar había vivido Eichmann. Ahí me enteré. Y después se lo escuché a otros, a la gente más grande. Los vecinos de aquel entonces se acuerdan bien: la granja del asesino de judíos. Así le decían. Es la historia oscura del lugar...
-La granja maldita –aporta Orlando, jocoso-. Era famosa hasta que después se olvidaron todos.
De su experiencia en esas tierras del noroeste platense, Orlando puede confirmar los varios nombres que pasaron por el criadero, citar dueños y fechas de épocas posteriores a la partida del nazi y recordar incluso que los últimos conejos que vivieron allí ya no eran de angora.
-La carne se exportaba –precisa-. Y la piel también, era muy buscada. Pero los excrementos ya no se vendían como fertilizante; eso fue en la época del nazi.
Poco después de que se fuera de la granja, en mayo de 1960, Adolf Eichmann fue capturado en Buenos Aires por un grupo del Mossad –en la célebre “Operación Garibaldi”, por el nombre de la calle donde residía en esa época- y llevado de manera secreta a Israel, donde fue enjuiciado y, luego de casi dos años en prisión, ejecutado en la horca.
Para entonces, recuerdan en Gorina, ya ningún chico buscaba recompensa.
Begum es un segmento periodístico de calidad de 0221 que busca recuperar historias, mitos y personajes de La Plata y toda la región. El nombre se desprende de la novela de Julio Verne “Los quinientos millones de la Begum”. Según la historia, la Begum era una princesa hindú cuya fortuna sirvió a uno de sus herederos para diseñar una ciudad ideal. La leyenda indica que parte de los rasgos de esa urbe de ficción sirvieron para concebir la traza de La Plata.